
Stefan Zweig decide escribir su
biografía (“El mundo de ayer. Memorias de un europeo” -Ed. Acantilado-)
desde el exilio en Brasil. En esos momentos es un apátrida, un proscrito por el régimen nazi que observa con tristeza la locura en la que ha caído su amada Europa.
Y así, desde la lejanía y ya en la última etapa de su vida -decidirá
suicidarse envenenándose junto a su esposa Lotte el 22 de febrero del
1942- se propone escribir: “…una obra en la que no solo pudiera contar
detalles personales, sino también exponer todas mis ideas sobre la época
y la gente, sobre la catástrofe y la guerra”.
Y lo hace con su estilo fluido, directo,
enemigo de florituras innecesarias, un estilo que resulta el vehículo
perfecto para llevarnos a través de esa Europa que él admiró y sufrió.
Durante su recorrido vital nos hace testigos de los cambios de conducta,
de valores, miedos y anhelos, que la sociedad europea protagonizó desde
finales del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. En medio, la
Gran Guerra y la posguerra, episodios brutales que inevitablemente
transformaron a toda su generación.
Nuestro protagonista nace en el corazón
de Europa el 1881, en Viena, la capital supranacional del Imperio de los
Habsburgo. Como hijo de una acomodada familia judía pudo acceder a una
educación privilegiada que había de ser el punto de salida hacia una
buena vida, ordenada y previsible. Porque esa Europa de finales del XIX creía vivir instalada en la seguridad. Zweig
nació en un mundo moderado y reglado, donde cada cual tenía marcado su
lugar y asignado sus derechos. También era un mundo más tranquilo,
porque como él mismo nos explica: “el ritmo de las nuevas velocidades no
había pasado aún de las máquinas al hombre”. La sociedad
burguesa, influida por el idealismo liberal del siglo XIX, concebía el
futuro como una evolución constante. La ciencia y la tecnología con los
nuevos descubrimientos alimentaban ese pensamiento optimista.
El joven Zweig tiene un espíritu
cosmopolita y, como muchos europeos de buena posición, es también
políglota. El centro de su existencia era la literatura, el teatro y el
arte, odiaba lo político y lo dogmático, y como los jóvenes de su
generación, rechazaba lo antiguo y lo tradicional. Como todos, crecía
constreñido bajo la moral victoriana del siglo XIX. Una moral que
evitaba la sexualidad por considerarla molesta, anárquica y peligrosa, y
la combatía desarrollando una falsa moral. Esa Europa Imperial aspiraba
únicamente a la conservación, por eso rechazaba y se defendía de lo
radical. La desconfianza en la juventud era un rasgo de aquella sociedad
burguesa, un obstáculo para hacerse un nombre respetable.
Pero ese mundo seguro tenía los días
contados, el cambio de siglo vendrá acompañado de un nuevo orden porque
las agitadas masas, ahora organizadas y dispuestas a conseguir sus
derechos, así lo exigían. También el mundo se acelera, empieza a
mecanizarse. En la primera década del siglo XX se inicia un periodo de
prosperidad y progreso nunca antes vivido; las comodidades y las mejoras
en la calidad de vida se extienden, e incluso llegan al proletariado.
Ante semejante panorama resultaba inevitable vislumbrar el futuro con
optimismo, con curiosidad y sin miedo. Los avances científicos y
tecnológicos llevaron a Europa a vivir su edad de oro y esta se mostraba
ante el mundo, soberbia y orgullosa.
Zweig se pregunta si el orgullo y la
confianza que flotaban en la atmósfera no eran, en realidad, un peligro:
“¿Quizá el progreso había llegado demasiado deprisa?”. Él lo tuvo
claro, ese ambiente preñado de optimismo, de confianza
colectiva, de crecimiento y empoderamiento de los hombres y de los
estados, acabó concentrando un exceso de fuerzas que estallarían en el
1914. Piensa que: “todos ellos se sintieron fuertes y todos querían más,
algo más de los demás”. En ese ambiente sobre excitado la
diplomacia tensaba la cuerda hasta el límite en las relaciones con otros
países, convencidos que el adversario recularía llegado el momento de
la verdad. Se creaban alianzas con marcados tonos belicistas y una
inquietud lenta, pero in crescendo, se instalaba en los europeos.
El odio había penetrado a través de la
propaganda y una histeria colectiva parecía adueñarse de las masas ante
la indiferencia y pasividad de los intelectuales, que no estuvieron a la
altura de las circunstancias. Zweig también asume su mea culpa: “nuestro
idealismo colectivo, nuestra fe ingenua en que la razón evitaría la
locura en el último momento, nuestro optimismo condicionado por el
progreso nos llevó a ignorar y despreciar el peligro”.
Curiosamente, una vez declarada la
guerra, el entusiasmo se despertó en la población. Las masas se
manifestaban inflamadas de patriotismo y envueltas en banderas, y los
jóvenes corrían a alistarse. Sin embargo, durante el transcurso de la
contienda el desencanto por la sangría que se estaba produciendo calaría
y la desconfianza acabaría por instalarse en la población; desconfianza
ante el dinero que cada día perdía valor, hacia los generales y los
oficiales, hacia la diplomacia, hacia los comunicados y la prensa, y
sobretodo, hacia la necesidad de una guerra.
El desenlace del conflicto el 1918 dejó
un panorama en Europa desolador. Un contexto de miseria donde la
inflación fue la protagonista. La carestía de alimentos y la falta de
viviendas se volvieron insostenibles, una situación que se agravó tras
el regreso de soldados licenciados y prisioneros de guerra. En ese
entorno de escasez aparecieron los “acaparadores”, hombres que recorrían
enormes distancias para hacerse con víveres de los campesinos y
revenderlos en la ciudad a unos precios exorbitados, muy alejados de los
máximos fijados por la ley. La desconfianza en la moneda se extendió,
se desconocía el valor de las cosas, pero todo el mundo salía a comprar
lo que estaba en venta porque el dinero no valía nada.
El ahorrador ve como su esfuerzo se
volatiliza y se empobrece, el que acata las normas en el reparto de
alimentos muere de hambre mientras el especulador y el carente de
escrúpulos sobrevive. Sin embargo, los austriacos se acostumbraron a la
inestabilidad financiera de la vida diaria y, en palabras de Zweig: “la
gente empezó a apreciar cada vez más los auténticos valores de la vida:
el trabajo, el amor, la amistad, el arte y la naturaleza [ …] porque,
traicionados por el dinero, nos dábamos cuenta de que sólo lo eterno que
llevamos dentro es lo realmente estable.”
Otra transformación se dio en los
europeos; dejaron de confiar en la infalibilidad de las autoridades que
les habían engañado con la guerra y traído la desesperación: “la
generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo
cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a
cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino”.
En todos los campos se iniciaron movimientos que pretendían desmarcarse
de lo anterior, fueron tiempos de –ismos, una época anárquica y alocada,
donde lo extravagante triunfaba y la normalidad y la moderación se
consideraban desfasadas. La guerra había pasado y el instinto les decía a
los jóvenes que la posguerra tenía que ser diferente a la preguerra.
Pero no era verdad, la guerra no estaba enterrada.
El mismo Zweig, testigo en
Italia de una actuación de un grupo de jóvenes apaleando obreros durante
una huelga general, ya intuyó los tiempos negros y peligrosos que se
aproximaban nuevamente al continente, de la mano de un fascismo que se
estaba organizando y se mostraba atractivo a los jóvenes.
En Alemania cogían fuerza las sociedades
secretas, con generales degradados y resentidos entre sus filas, que
intoxicaban a la población difamando al gobierno por aceptar una paz, en
su opinión injusta.
La brutal inflación que sufrió Alemania,
el pánico que se instaló en la población, la decadencia de todos los
valores y el enfado de los burgueses estafados, fue campo abonado para
las fuerzas contrarrevolucionarias que supieron aprovechar el odio que
los alemanes sentían para canalizarlo hacia la República que había
permitido todo eso. La sociedad alemana –nos dice Zweig- más que la
libertad prefería el orden y cualquiera que les vendiera ese orden sería
bien recibido.
Zweig no recuerda la primera vez que oyó
mencionar el nombre de Hitler, para él, al igual que para muchos
alemanes en un primer momento, no era más que un simple agitador.
Resultaba impensable para la elitista sociedad alemana, que un hombre
sin preparación académica y carente de “pedigrí” pudiera aspirar a un
puesto de responsabilidad y poder. Sin embargo, era evidente que recibía
apoyos. Poderosos intereses financiaban y favorecían esos movimientos
violentos protagonizados por grupos de jóvenes y estudiantes fascistas
que tenían como objetivo infundir terror.
El autor delata a la industria pesada
como principal fuente, aunque también reconoce que Hitler encandiló a
amplios sectores sociales prometiendo y pactando cosas que luego no
pensaba cumplir. Así llegó al Reichstag y fue aceptado, incluso de buen
grado, por casi todos los otros grupos parlamentarios. Evidentemente, le
subestimaron. El nacionalsocialismo tanteaba el terreno cometiendo
actos violentos seguidos de pausas para ver la afectación causada y así
medir hasta donde podían llegar. Poco a poco aumentaban la presión sobre
una Europa que se debilitaba por momentos e iban curtiendo la
conciencia mundial.
Zweig intuyó que corría riesgo al
constatar que muchos de sus conocidos y amigos dejaron de visitarlo, e
incluso le evitaban, porque no querían mostrarse en público con un judío
y decidió marcharse de Austria e instalarse en Londres. Desde allí pudo
constatar la ceguera política de Europa respecto a Hitler. Inocentes,
creían que se contentaría con atraer a los alemanes de los territorios
fronterizos y que, de rebote, acabaría con el bolchevismo. Pero a pesar
de las capitulaciones que se hicieron ante él, Hitler continuó
exportando su brutalidad, acabando de un plumazo con la esperanza y el
sueño que habían acompañado a Stefan Zweig a lo largo de toda su vida;
la ilusión de alcanzar, al menos, la unión espiritual de todos los
europeos.
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